de Vivir la Vida / from Living Life

Spanish

Una semana después, seguía yo con el vestido de novia. Ya hasta me había acostumbrado a él. Todas las noches mi marido caía dormido como un tronco y todas la mañanas se iba muy temprano dejando la nota. Y yo repetía cada día el rito de llenar el baño con vapor para planchar los tules y sedas y con agua fría refrescarme la cara, aunque ya a estas alturas todo el cuerpo me picaba y las orillas de la falda estaban grises. Por las tardes, después de que la portera me servía de comer, me sentaba en el balcón para ver las azoteas vecinas y el trajín de los demás. Me parecía que todos tenían una vida en este mundo, todos menos yo.

Hasta que no pude más y marqué el teléfono de mi casa. Me contestó el bueno de Fermín y le pedí hablar con mi padre. El viejo se emocionó al oír mi voz, aunque por supuesto no lo dijo, jamás lo hacía. Yo dije: Papá, quiero regresar a la casa, aquí sufro mucho, estoy sola, todo el tiempo lo paso encerrada en el departamento, no conozco a nadie, no tengo nada que hacer y Paco está siempre fuera en su trabajo. Por favor, ven por mí.

Un silencio largo y pesado se hizo al otro lado de a la línea. Luego se oyó la voz seria de mi padre: No mija, usted se queda con su marido, nada de volver acá. Limpie la casa, prepare la comida, planche la ropa, que para eso se casó. Yo insistí: Pero es que ni siquiera me ha hecho mujer. Esta vez la respuesta fue rápida: Algo habrás hecho tú para que así sea, son las hembras las que deben atraer a los machos, así que ponte a componer lo descompuesto. Y no me vuelvas a llamar para tonterías. Lo dijo y colgó.

Una semana después, seguía yo con el vestido de novia. Ya hasta me había acostumbrado a él. Todas las noches mi marido caía dormido como un tronco y todas la mañanas se iba muy temprano dejando la nota.

Yo me quedé sin saber qué hacer. Entonces volví a marcar y pedí hablar con mi abuela. El bueno de Fermín me dijo que la viejita y la nana se habían ido y nadie sabía dónde vivían. Dijo: Ay niña, usted sabe que el patrón y ella no se llevaban bien. Él sufría nomás de verla porque le recordaba a doña Esperanza su mamá de usted, que Dios tenga en su gloria, así que en yéndose la nieta, atrás salió la buena señora y nunca regresó. Entonces déjame hablar con alguno de mis hermanos supliqué, a lo que me respondió: Ay niña, el joven Raúl ya se regresó a la capital, ya sabe usted que a él no le gusta estar aquí, pueblo mugroso en el que no pasa nada dice cada vez que viene, y el joven Pedro, pues como de costumbre pasa el día encerrado en su cuarto descifrando no sé qué extraños signos que según él le manda su madre doña Esperanza, que Dios tenga en su gloria, desde el más allá a donde se fue cuando usted nació. Y de nada sirve tocar la puerta porque no le abre ni al patrón. Pero si quiere le paso a la Pancha, es la única que anda por acá. Y antes de que yo pudiera decir sí o no, la mujer ya había tomado el auricular y como era su costumbre se soltó hablando como tarabilla: Qué gusto oírla señorita Susana, no me la imagino matrimoniada, lo importante de casarse es ser buena ama de casa, ni tiempo me dieron de enseñarle lo que debería saber, tanto consentimiento de su abuela y su nana la dejaron hecha una inútil, pero óigame bien, para que los cubiertos de plata no se pongan negros hay que limpiarlos con carbonato revuelto con jugo de limón y para que la ropa no se llene de humedad hay que meter en los armarios pastillas de jabón de manos y para que los plátanos no atraigan los moscos hay que lavarles bien la cáscara y para que los quesos no se sequen, hay que envolverlos en una gasa delgada mojada con agua fría…

Esta vez fui yo la que colgó. Y para entonces, había perdido la tristeza y en su lugar me subía una rabia caliente como nunca había sentido. Me di cuenta de que la mala suerte que a toda costa quería evitar era precisamente lo que ya me estaba sucediendo, de modo que con las tijeras de la cocina yo misma me hice mujer: corté el vestido de novia, me lo arranqué de encima a tirones, me vestí con una falda y una blusa, tomé el dinero que Paco le había dejado a la portera y las llaves que estaban colgadas en un gancho atrás de la puerta y me fui.

Cuando salí del edificio no tenía ni idea de para dónde caminar. Era una mañana soleada, y al llegar a la esquina vi que los coches estaban detenidos en largas filas que no se movían y que los conductores furiosos tocaban el claxon, insultaban y gritaban. Había familias enteras que pedían limosna, vendedores que ofrecían enormes paraguas de muchos colores, tan bonitos que si hubiera tenido suficiente dinero me habría comprado uno, y también muñecos de peluche, cachorros vivos, refrescos de limón y empanadas de piña, flores y chicles. Un hombre semidesnudo, apenas cubierto por un taparrabo, danzaba. El enorme penacho de plumas que llevaba en la cabeza se mantenía extrañamente firme mientras los pies brincaban y su ritmo se acompañaba de las sonajas que llevaba alrededor de los tobillos y las muñecas. Había dos payasos con la cara pintada y zapatos grandísimos con la punta levantada. Uno se subía sobre los hombros del otro y aventaba unos aros que daban vueltas en el aire antes de regresar a sus manos. El espectáculo era tan divertido que aplaudí entusiasmada, provocando la risa de todos los que estaban por allí.

Caminé sin rumbo entre el humo de los camiones, las sirenas de las ambulancias, los altavoces de las patrullas que pretendían dirigir el tráfico y los radios a todo volumen que se oían en casas y tiendas. Salté por encima de baches y coladeras abiertas, di vuelta alrededor de autos estacionados en tres filas, brinqué charcos, banquetas levantadas, árboles a medio caer, mierda de perro, bolsas vacías, cascos rotos, envolturas, escupitajos y colillas. Y sufrí tratando de atravesar las calles, porque los autos jamás detenían.

Por las ganas de orinar, pedí permiso en un restorán para usar el baño. Lo siento, pero es sólo para clientes, si se pudiera con mucho gusto, respondió el encargado. Entré entonces a una tienda y pregunté, como me había enseñado mi abuela, si tenían un tocador que pudieran facilitarme. A sus órdenes señorita me dijo el vendedor, estoy para lo que se le ofrezca. Intenté en el supermercado, pero en la puerta había un letrero que me asustó: Evite ser asaltado, no se detenga aquí. Quise entonces pasar al cine, pero la señora de la taquilla me advirtió: Todos pagan boleto para entrar, hasta las escoltas, aunque vengan armadas.

Como no sabía qué hacer, me subí al primer autobús que pasó. Nunca había viajado en uno y me impresionó que el piso estuviera tan sucio y el único asiento vacío rajado y con el relleno salido. Tuve que quedarme de pie y detenerme del tubo que atravesaba a lo largo del techo pero así y todo, cada vez que el chofer frenaba o arrancaba, salía yo disparada hasta caer encima de alguien a quien tenía que pedir disculpas. Por fin se desocupó un lugar, pero no bien me había sentado, cuando me di cuenta de que había desaparecido mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre.

Debí imaginarlo. Una y otra vez había oído lo que era esta ciudad y ahora me sucedía a mí. En un arranque de valentía salida de no sé qué profundidades, me volteé y le dije al señor que iba sentado al lado mío: Voy a abrir mi bolso y usted va a echar allí dentro el reloj sin decir ni una palabra ni hacer ningún ruido ¿entiende? El hombre obedeció. Y cuando la prenda cayó dentro, me bajé en la siguiente parada. Lo había logrado y de hoy en adelante sería más cuidadosa.

En el puesto de una esquina muy transitada compré una manzana, mi fruta preferida por la que siempre había sido capaz de caer en los chantajes de mis hermanos. En el carril central de una vía de alta velocidad compré un refresco de cola, mi bebida favorita, por la que tantas veces tuve que rogarle a mi abuela. Luego, como ya me había descubierto valiente, entré en una estación del metro y compré un boleto para conocer el tren del que tanto me había hablado don Lacho mi padrino. Pero nunca logré subirme, pues cada vez que las puertas se abrían, un montón de gente se me aventaba encima sin darme oportunidad de pasar.

Cuando empezó a oscurecer me dio miedo. Decidí entonces regresar a mi casa y dejar mi fuga para mejor ocasión.

El problema es que no tenía la menor idea de dónde vivía ni de cómo se podía llegar allí. Estaba parada pensando qué hacer, cuando se detuvo frente a mí un auto y el chofer me dijo: ¿La llevo señorita? Agradecida me subí y le expliqué que no sabía mi dirección, pero que si me llevaba al Gran Hotel Bristol ya estaríamos cerca y sería más fácil buscar.

Habíamos avanzado apenas unas cuadras cuando dos jóvenes abordaron el auto. Me taparon la boca y me pusieron una navaja en la garganta. Me arrancaron la bolsa, la argolla matrimonial que apenas hacía unos cuántos días que ocupaba mi dedo y la cadenita de oro con un relicario, regalo de la abuela, que desde que cumplí catorce años colgaba de mi cuello y en la que guardaba mi primer diente de leche que se me cayó a los seis y unos cabellos de mi trenza, cortados dos meses antes de cumplir los trece, el día de mi primera menstruación.

Durante largo rato dimos vueltas por las calles. Una y otra vez me insultaban y preguntaban dónde estaba mi tarjeta de crédito y cuál era el número confidencial, pero yo estaba paralizada y no podía contestar. Y aunque hubiera podido, no tenía idea de qué era eso.

De repente otro auto se les adelantó. El chofer se puso furioso y se lanzó a toda velocidad para perseguir al que ahora llamaba el enemigo. Se subía a las banquetas sin mirar si había vehículos estacionados o peatones y se pasaba los altos. Hasta que perdió el control y nos fuimos a estrellar contra una pared, tan fuerte que hasta la navaja se soltó de la mano del que me amenazaba. Antes de que nos recuperáramos, ya habían llegado las patrullas.

Durante largo rato dimos vueltas por las calles. Una y otra vez me insultaban y preguntaban dónde estaba mi tarjeta de crédito y cuál era el número confidencial, pero yo estaba paralizada y no podía contestar. Y aunque hubiera podido, no tenía idea de qué era eso.

En una subieron al chofer que sangraba profusamente por la nariz y en otra a mí. A los muchachos los dejaron ir.

Ellos tienen mi reloj y mi relicario les dije a los patrulleros con la voz entrecortada. Pues ya ni modo contestaron, no los detuvimos porque no parecían asaltantes, se veían buenas personas. Luego se ofrecieron a llevarme a mi casa si les daba una propina.

Anduvimos mucho rato dando vueltas por los alrededores de Gran Hotel Bristol sin encontrar el edificio, hasta que en una de esas vimos al portero, que regresaba de su acostumbrada borrachera de todas las tardes ¡el susto que se pegó cuando la patrulla se detuvo y le pidió que subiera!

Cuando por fin llegamos, yo no tenía llaves para abrir, pues se habían ido con todo y bolsa. Será necesario buscar a un cerrajero para forzar la chapa del departamento dijo uno de los patrulleros. No se preocupe respondió el ya para entonces sobrio encargado, con un alambrito yo
mismo puedo abrir, en esta vida cualquier cosa se arregla con un alambrito. Y dicho y hecho, en un santiamén las tres cerraduras importadas en las que mi marido había invertido miles de pesos y de las que tanto se vanagloriaba, cedieron con facilidad y pude entrar a mi hogar.

Tres cosas me llamaron la atención: la primera, que la cama estaba tal y como la había yo dejado al levantarme y por lo tanto, nadie se había dado cuenta de mi desaparición. La segunda, que encima de la almohada esperaba la consabida nota que yo no había visto cuando me fui: Salgo tres días de viaje, acompaño al Secretario. Aprovecha para descansar. Besos, Paco. Y la tercera, que sobre la cómoda estaba mi reloj de pulso, el magnífico regalo de bodas de mi padre. Por lo visto había olvidado ponérmelo, y luego había olvidado que lo había olvidado.

SARA SEFCHOVICH, Vivir La Vida
(Editorial Alfaguara, 2001, pp. 26-32)
REPRINTED WITH THE AUTHOR’S PERMISSION

English

A week later, I was still wearing my wedding dress. Now I’d gotten used to it. Every night my husband was out like a light, and every morning he’d go to work really early leaving me a note. And every day I repeated the ritual of filling the bathroom with steam to iron the tulle and silk and freshen up my face with cold water, even though at that point my whole body itched and the dress’s hem had turned grey. In the afternoons, after the portera served me lunch, I would sit on the balcony where I could see all the comings and goings on the neighboring rooftop patios. It seemed like everyone in this world had a life, everyone except me.

I couldn’t take it anymore, so I dialed my home number. Good old Fermín answered, and I asked to talk to my father. My dad was excited to hear my voice even though he didn’t say so, he never did. I said: Papá, I want to come home. I’m really miserable here. I’m alone; I’m cooped up in the apartment all the time; I don’t know anyone; I don’t have anything to do; and Paco is always at work. Please, come get me.

On the other end of the line there was a long heavy silence. Then I heard my father’s serious voice: No sweetie, stay with your husband; I don’t want to hear any more about coming back here. Clean the house; prepare the meals; iron the clothes; that’s why you got married. But he hasn’t even made me a woman, I insisted. This time he responded quickly: You must have done something to cause that. It’s the females who should attract the males, so go fix what’s broken, and don’t call me again about such nonsense — he hung up.

A week later, I was still wearing my wedding dress. Now I’d gotten used to it. Every night my husband was out like a light, and every morning he’d go to work really early leaving me a note.

I just stood there not knowing what to do. Then I called again and asked to talk to my grandma. Good old Fermín told me that my grandma and nana had left and nobody knew where they were living. He said: Ay niña, you know your dad and grandma didn’t get along well. He couldn’t bear seeing her because she reminded him of Doña Esperanza, your mom, God rest her soul. So when the granddaughter left, the good woman was right behind her and never came back. Then let me talk to one of my brothers, I begged. He responded: Ay niña, Raúl already went back to the capital. You know he doesn’t like being here, grimy little town where nothing ever happens he says whenever he’s around. And Pedro, well like always, he spends the day locked in his room deciphering, I don’t know what, strange signs that according to him are from your mom, Doña Esperanza, God rest her soul, sent from the afterlife where she went when you were born. And knocking does no good because he doesn’t even open the door for your dad. But if you want, I can pass you to Pancha; she’s the only one around. And before I could even say yes or no, the woman had already grabbed the receiver and like always, started talking my ear off. What a pleasure to hear from you, Señorita Susana, I can’t even picture you a wedded woman. The most important thing about being married is being a good housewife. Your grandma and nana didn’t give me enough time to teach you everything you need to know, and they spoiled you so much you’re useless, but listen to me closely: to keep the silverware from turning black, you have to clean it with baking soda mixed with lemon juice and to keep the clothes from getting damp, you have to put bars of hand soap in the closets, and to keep the bananas from attracting flies, you have to wash the peels really well, and to keep the cheese from drying out, you have to wrap it in thin cheese cloth dipped in cold water…

This time it was me who hung up. By then, my sadness had disappeared, and in its place a burning rage rose up in me I’d never felt before. I realized the bad luck I’d been trying to avoid at all costs was exactly what was happening to me now. So I grabbed the kitchen scissors and made myself a woman: I cut through the wedding dress; I ripped it off my body in shreds, got dressed in a skirt and blouse, took the money that Paco had left with the portera and the keys that were hanging on a hook behind the door, and I left.

When I walked outside, I had no idea where I was going. It was a sunny morning, and when I got to the corner, I saw cars stopped in long lines that weren’t moving. Angry drivers were honking, swearing, and yelling. There were entire families begging and street vendors selling huge beautiful umbrellas of all colors; if I’d had enough money, I would’ve bought one. There were also stuffed animals, real puppies, lemon-lime soft drinks, pineapple empanadas, flowers, and gum. A half-naked man, barely covered by a loincloth, was dancing around. The huge feather headdress he wore stayed amazingly steady while his feet skipped and jumped; the rattles he wore around his wrists and ankles accompanied his rhythm. There were two clowns with painted faces and humongous shoes that curled up at the toe. One of them climbed onto the other’s shoulders and threw hoops that spun in the air before returning to his hands. The show was so entertaining that I applauded enthusiastically, making everyone around me laugh.

I wandered among bus and truck exhaust, ambulance sirens, police loudspeakers pretending to direct traffic, and radios blasting from houses and stores. I leaped over potholes and open drains. I walked around cars parked three deep, jumped over puddles, buckled and cracked sidewalks, half-fallen trees, dog shit, empty bags, broken glass bottles, wrappers, gobs of spit, and cigarette butts. And trying to cross the streets was impossible because the cars never ever stopped.

I had to pee, so I asked to use the restroom in a restaurant. Sorry, but it’s only for customers. If I could, I would, the manager replied. Next I went into a store and asked, like my grandma had taught me, if there was somewhere I could powder my nose. I’d be happy to help you powder whatever you want wherever you want, Miss, the salesman said. Is there anything else I can do for you? I tried at the supermarket, but a sign on the door scared me off: If you don’t want to be assaulted, don’t stop here. Then I asked to use the restroom at the movie theater, but the woman at the box office told me: Everyone has to buy a ticket to get in — even armed bodyguards.

Since I didn’t know what else to do, I got on the first bus that went by. I’d never taken the bus, and it shocked me that the floor was so dirty and the only empty seat was ripped, its stuffing coming out. I had to stand and hold onto the bar that ran the length of the ceiling but even then, each time the driver hit the brake or the gas, I lurched back and forth, stumbled into somebody, and had to apologize. Finally there was an empty seat, but no sooner had I sat down than I realized I was missing the wonderful wristwatch my father had given me as a wedding present.

I should’ve known. Over and over again I’d heard what this city was like, and now it had happened to me. In a sudden burst of bravery that came from I don’t know where, I turned to the man sitting next to me and said: I’m going to open my purse and you’re going to toss the watch inside without saying a word. Not a peep, understand? The man did as I said. Once it was in my purse, I got off at the next stop. I had actually pulled it off, but from now on, I’d be more careful.

At a busy corner stand, I bought an apple, my favorite fruit. When I was younger, my brothers could get me to do anything for an apple. In the center island of an expressway, I bought a coke, my favorite drink, which I used to have to beg and beg my grandma for. Then, because I’d discovered my brave side, I went into a metro station and bought a ticket to get familiar with the train that my godfather Don Lacho had told me so much about. But every time the train doors opened, a stampede of people came at me, and I could never get on.

When it started to get dark, I suddenly got scared. I decided to go back home and leave my escape for a better occasion.

The problem was I didn’t have the slightest idea where I lived or how to get there. I was standing there thinking about what to do when a car pulled up next to me and the driver said: Need a ride, Miss? Grateful, I got in and explained that I didn’t know my address, but if he took me to the Grand Hotel Bristol, we’d be close, and it would be easier to find.

We’d gone just a few blocks when two young men got in the car. They covered my mouth and put a knife to my throat. They grabbed my purse, the wedding ring that had only been on my finger a few days, and the delicate gold chain and locket that was a gift from my grandma and had hung around my neck since I turned fourteen. It held the first baby tooth I’d lost at six and some hair from my braid cut two months before I turned thirteen, the day I got my first period.

For a long time, we drove round and round through the streets. They swore at me over and over again, demanding my credit card and the secret code, but I was petrified and couldn’t answer. And even if I could have, I had no idea what they were talking about.

All of a sudden another car passed us. Our driver got pissed and took off at top speed to chase the car he was now calling the enemy. He ran stop signs and drove up curbs without watching for pedestrians or parked cars. Finally he lost control, and we crashed into a wall so hard that the knife flew out of the hand of the guy who was threatening me. Before we recovered from the impact, the police had already arrived.

For a long time, we turned round and round through the streets. They swore at me over and over again, demanding my credit card and the secret code, but I was petrified and couldn’t answer. And even if I could have, I had no idea what they were talking about.

The driver, bleeding profusely from his nose, got into one patrol car, and I got in the other. They let the young guys go.

They have my watch and locket, I told the police, my voice shaking. Well, doesn’t matter now, they answered. We didn’t detain them because they don’t look like dangerous criminals; they look like nice guys. Then the police offered to take me home if I gave them cash.

We drove around a long time, turning down streets surrounding the Grand Hotel Bristol without finding my building, until on one of the streets, I spotted the portero as he was walking back, drunk as usual, to his evening shift at my apartment building. He got quite a scare when the police stopped and asked him to get in!

When we finally got to the apartment, I didn’t have keys because they’d gotten away with my purse and everything. You’re going to need a locksmith to force open the apartment’s lock, one of the policemen said. Don’t worry, said the now sober portero, with a thin wire I can open it myself; in life, a thin wire can fix just about anything. And no sooner said than done, in the blink of an eye, the three imported locks that my husband had spent a fortune on and had always bragged about opened effortlessly, and I stepped inside my home.

Three things caught my attention: first, the bed was exactly like I’d left it when I got up which meant no one had noticed my disappearance. Second, on top of the pillow, the usual note was waiting for me. I hadn’t seen it when I left:

I’m going on a three-day trip to accompany the Foreign Minister.
Get some rest.
Kisses, Paco.

And third, on top of the dresser was the wonderful wristwatch my father had given me as a wedding present. Apparently, I had forgotten to put it on and then forgot that I had forgotten it.

View with Pagination View All

Printed from Cerise Press: http://www.cerisepress.com

Permalink URL: https://www.cerisepress.com/04/10/from-living-life